
La bolsa o la vida
Eso es lo que no se cansan de pedirnos
como si la alternativa fuera ineludible
y el trance de decidir más importante
que el resultado de la acción.
Lo que no está bien es la forma de planearlo
y que justamente la solicitud se pronuncie
con urgencia de revólver, impunemente,
por una u otra opción.
Sabiendo que la bolsa y la vida nos han sido
confiadas en préstamo,
como quien dice por una temporada,
y que igual daría pedirlo todo de último.
Que usen navaja, arma de fuego o que
nos pasen sencillamente la cuenta
no modifica en forma alguna
el mapa de la situación
ni dice nada en contra de las reglas del juego.
Lo que nos disgusta es lo tajante de la fórmula
o tal vez el hecho de que para responder
no podamos disponer ni de la vida ni de la bolsa.
Suicida
En esta ciudad solo hay muelles de sombra para partir
a medianoche. Solo hay claraboyas apagadas para mirar
desde la boca de los túneles.
En esta ciudad solo hay camino para las cintas
de las avenidas y grúas de juguete que describen
saltos mortales a mediodía. Solo hay el esmog espeso
del cielo para echar nuestros barcos de almagre
y conexiones circulares para dirigirnos al centro de la arcilla.
Puertas que confunden sus goznes al cerrarse
desde afuera y postes sin raíces que juegan a mezclar
la esperma de sus señales con el faro de las rutas ultramarinas.
Y hay rines de llanta negra que suenan a medianoche
con el alarido de los perros. En esta ciudad donde
el ascenso a la luz nos ha sido otorgado
en los cubos de viajar hacia abajo.
¿Cuántas palabras habré yo dejado de decir?
¿Cuántas palabras habré yo dejado de decir
por ignorancia o temor? ¿Cuántas por no haber
tenido paciencia para armarlas? ¿Cuántas
por no haber aún entrado yo en uso de razón?
¿Cuántas por haberme jugado una mala pasada?
¿Cuántas por subestimar el orden de mis necesidades verbales?
¿Cuántas simplemente a causa de su estado larvario?
Palabras que no daban la cara por nadie.
Palabras que apestaban como el tifus de los inválidos.
Palabras por las que yo no hubiera apostado
ni un solo centavo. Palabras que dejé yo de decir
por no mencionar la hecatombe
a la hora de cantarles a los pájaros.
Cantar los pájaros
Observa con qué facilidad escribes
sobre pájaros. Pero, ¿cuántos has palpado
amorosamente con el calor de tus manos?
¿Cuántos han latido realmente
bajo la presión de tus dedos?
¿Acaso los has descrito
sin olvidar detalle como quien
conoce bien un cuerpo amado?
¿Los has liberado acaso
del peso de tus palabras?
Las palabras
No sé si las palabras reconocen
tan bien como el pan su sitio en la mesa.
Si poseen instinto para diferenciar a su dueño
con la precisión con que lo hace
el olfato del perro.
Si como el pan y el vino ocupan
un lugar exacto en la mesa
comunicando calor a las manos seguras
de alguien que sabe en este momento
lo que quiere. Si viven en su fuero a merced
de lo que se espera de ellas tercamente,
prestas a confiarnos,
cuando lo solicitemos,
el poema. O si, menos dadivosas que el pan,
solo renuentemente y con rabia,
sabias por fin entregan sus vidas oscuras y turgentes
a quienes, poniéndoles cerco,
obstinadamente ensayan descifrar sus misterios.
El poeta cachorro
Lo que experimentaba yo con más fuerza
cuando iba de paseo por el campo era
el sentimiento de irresponsabilidad.
Un hombre que lleva, metido en un saco,
a su gallo de pelea, sabe a dónde va. También
la mujer que protege a su bebé con un pañuelo
de colores mientras intenta mantener
el equilibrio en medio del bamboleo del camión
sabe a dónde va.
Los tipos agachados en un rincón de la plataforma,
guarecidos bajo el encerado para protegerse
del inclemente sol, dicen con sus gestos,
sin molestarse en confesarlo por el camino,
que saben a dónde van.
Y a todos les creeríamos.
Solo el muchacho que mira irresponsablemente
hacia todos los lados sin perder detalle del paisaje
sabe a dónde no va.
Puesto que su meta es la inmensidad.
Leyendo a los otros
Yo aprendo de los otros no menos
de lo que los otros aprenden de mí.
Supongo que, viéndolos, oyéndolos
a diario, descifrando sus rostros
como quien lee un periódico viejo,
desempolvando en cada punto de sus cejas
un jeroglífico,
observando cómo administran
sus hábitos, sus ademanes, sus adentros
contaminados por el tiempo,
el alcohol de las cicatrices diarias,
las derrotas, la lámpara sin pantalla
a medianoche en medio de los disparos,
el insomnio y, en fin, todas las atrocidades.
Aprendo estrategias de la gente sin andar
con rodeos. De mí también ustedes aprenden
lo propio. Y leyendo en mi rostro me conocen
y no se apiadan de mí
ni me perdonan.
Autorretrato
Lo que el autorretrato dice de mí
no crean que me reconforta ni me espanta.
Cuando me miro en él me veo perdido
como si, más que plasmar mi figura,
hubiera cavado mi propia fosa.
Ya quisiera yo verme de cuerpo entero en mi retrato,
libre de edad y de los estragos del tiempo
sin recibir amenazas de una superficie extraña y lisa
que tomándose atribuciones sobre mi persona
y hablando en mi nombre
se empeña en demostrar
que ese al que yo miraba fijamente,
mientras el azar guiaba locamente mis trazos,
no era yo sino otro.
Por más empeño que puse en construirme paso a paso,
obediente a las líneas del gesto automático,
agarrado al pincel y abusando de las tintas
sobre la virgen tela, solo alcancé a arrojar brochazos
que no paraban de decirme:
“Ese que va surgiendo de tus trazos locos
no eres tú, sino tu otro”.
ACERCA DEL AUTOR
Con más de sesenta años de trayectoria artística, es uno de los pilares de la poesía venezolana del siglo XX.