Precipicio sin bordes

Ocho poemas.

POR Juan Calzadilla

Febrero 12 2022
Precipicio sin bordes

 

La bolsa o la vida

 

Eso es lo que no se cansan de pedirnos

como si la alternativa fuera ineludible

y el trance de decidir más importante

que el resultado de la acción.

Lo que no está bien es la forma de planearlo

y que justamente la solicitud se pronuncie

con urgencia de revólver, impunemente,

por una u otra opción.

Sabiendo que la bolsa y la vida nos han sido

confiadas en préstamo,

como quien dice por una temporada,

y que igual daría pedirlo todo de último.

Que usen navaja, arma de fuego o que

nos pasen sencillamente la cuenta

no modifica en forma alguna

el mapa de la situación

ni dice nada en contra de las reglas del juego.

 

Lo que nos disgusta es lo tajante de la fórmula

o tal vez el hecho de que para responder

no podamos disponer ni de la vida ni de la bolsa.


 

Suicida

 

En esta ciudad solo hay muelles de sombra para partir

a medianoche. Solo hay claraboyas apagadas para mirar 

desde la boca de los túneles.

En esta ciudad solo hay camino para las cintas

de las avenidas y grúas de juguete que describen

saltos mortales a mediodía. Solo hay el esmog espeso

del cielo para echar nuestros barcos de almagre

y conexiones circulares para dirigirnos al centro de la arcilla.

Puertas que confunden sus goznes al cerrarse 

desde afuera y postes sin raíces que juegan a mezclar

la esperma de sus señales con el faro de las rutas ultramarinas.

Y hay rines de llanta negra que suenan a medianoche

con el alarido de los perros. En esta ciudad donde

el ascenso a la luz nos ha sido otorgado

en los cubos de viajar hacia abajo.


 

¿Cuántas palabras habré yo dejado de decir?

 

¿Cuántas palabras habré yo dejado de decir

por ignorancia o temor? ¿Cuántas por no haber

tenido paciencia para armarlas? ¿Cuántas

por no haber aún entrado yo en uso de razón?

¿Cuántas por haberme jugado una mala pasada?

¿Cuántas por subestimar el orden de mis necesidades verbales?

¿Cuántas simplemente a causa de su estado larvario?

Palabras que no daban la cara por nadie.

 

Palabras que apestaban como el tifus de los inválidos.

Palabras por las que yo no hubiera apostado

ni un solo centavo. Palabras que dejé yo de decir

por no mencionar la hecatombe

a la hora de cantarles a los pájaros.


 

Cantar los pájaros

 

Observa con qué facilidad escribes

sobre pájaros. Pero, ¿cuántos has palpado

amorosamente con el calor de tus manos?

¿Cuántos han latido realmente

bajo la presión de tus dedos?

¿Acaso los has descrito

sin olvidar detalle como quien

conoce bien un cuerpo amado?

¿Los has liberado acaso

del peso de tus palabras?


 

Las palabras

 

No sé si las palabras reconocen

tan bien como el pan su sitio en la mesa.

Si poseen instinto para diferenciar a su dueño

con la precisión con que lo hace

el olfato del perro.

Si como el pan y el vino ocupan

un lugar exacto en la mesa

comunicando calor a las manos seguras

de alguien que sabe en este momento

lo que quiere. Si viven en su fuero a merced

de lo que se espera de ellas tercamente,

prestas a confiarnos,

cuando lo solicitemos,

el poema. O si, menos dadivosas que el pan,

solo renuentemente y con rabia,

sabias por fin entregan sus vidas oscuras y turgentes

a quienes, poniéndoles cerco,

obstinadamente ensayan descifrar sus misterios.


 

El poeta cachorro

 

Lo que experimentaba yo con más fuerza

cuando iba de paseo por el campo era

el sentimiento de irresponsabilidad.

Un hombre que lleva, metido en un saco,

a su gallo de pelea, sabe a dónde va. También

la mujer que protege a su bebé con un pañuelo

de colores mientras intenta mantener

el equilibrio en medio del bamboleo del camión

sabe a dónde va.

Los tipos agachados en un rincón de la plataforma,

guarecidos bajo el encerado para protegerse

del inclemente sol, dicen con sus gestos,

sin molestarse en confesarlo por el camino,

que saben a dónde van.

Y a todos les creeríamos.

Solo el muchacho que mira irresponsablemente

hacia todos los lados sin perder detalle del paisaje

sabe a dónde no va.

Puesto que su meta es la inmensidad.

 

Gallo


 

Leyendo a los otros

 

Yo aprendo de los otros no menos

de lo que los otros aprenden de mí.

Supongo que, viéndolos, oyéndolos

a diario, descifrando sus rostros

como quien lee un periódico viejo,

desempolvando en cada punto de sus cejas

un jeroglífico,

observando cómo administran

sus hábitos, sus ademanes, sus adentros

contaminados por el tiempo,

el alcohol de las cicatrices diarias,

las derrotas, la lámpara sin pantalla

a medianoche en medio de los disparos,

el insomnio y, en fin, todas las atrocidades.

 

Aprendo estrategias de la gente sin andar

con rodeos. De mí también ustedes aprenden

lo propio. Y leyendo en mi rostro me conocen

y no se apiadan de mí

ni me perdonan. 


 

Autorretrato

 

Lo que el autorretrato dice de mí

no crean que me reconforta ni me espanta.

Cuando me miro en él me veo perdido

como si, más que plasmar mi figura,

hubiera cavado mi propia fosa.

Ya quisiera yo verme de cuerpo entero en mi retrato,

libre de edad y de los estragos del tiempo

sin recibir amenazas de una superficie extraña y lisa

que tomándose atribuciones sobre mi persona

y hablando en mi nombre

se empeña en demostrar

que ese al que yo miraba fijamente,

mientras el azar guiaba locamente mis trazos,

no era yo sino otro.

Por más empeño que puse en construirme paso a paso,

obediente a las líneas del gesto automático,

agarrado al pincel y abusando de las tintas

sobre la virgen tela, solo alcancé a arrojar brochazos

que no paraban de decirme:

“Ese que va surgiendo de tus trazos locos

no eres tú, sino tu otro”.

 

ACERCA DEL AUTOR


Con más de sesenta años de trayectoria artística, es uno de los pilares de la poesía venezolana del siglo XX.